Yo quería el último libro de John Katzenbach, “Un
final perfecto”.
Había estado buscándolo cómo loca, cómo una completa
posesa de la necesidad de leer a mi único autor favorito —porque soy demasiado
torpe para aprenderme los nombres de los autores—, así que no me culpes de que
cuándo apareciste, con una sonrisa de victoria junto a mi casillero con un
paquete delgado y envuelto en celofán verde digno de un libro, me haya hecho a
la idea —la burda ilusión—, de que habías cumplido mi tan ferviente deseo.
Me regalaste este
libro de comics. Edición especial, además.
Sé que adoras los
comics, que podrías pasarte la tarde entera platicando con JongHyun y MinHo
sobre los muchos comics que existen de los cuáles yo no sé ni el nombre. Sé que
los adoras tanto cómo yo adoro el suspenso magistral que logra crear
Katzenbach, lo sé.
Pero, ¿por qué
darme algo que bien sabias para mí no significaba nada?
Es cómo si yo te
hubiera regalo una línea completa de cremas para el cutis —que
debo reconocer; no necesitas, porque tu cutis es más limpio y más terso que el
del bebé que nunca tendrá Jessica—. Nunca le vi el caso.
Pero claro, cómo fui en su momento una novia
ejemplar, linda y comprensiva, te lo agradecí, con sonrisa y beso además.
Ahora te lo devuelvo. Envuelto en celofán verde,
moño incluido.
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